Hace tiempo acudí a urgencias con
mi hija por un esguince. Estuvimos mucho rato esperando y cuando nos atendió la
doctora tenía cara de pocos amigos. Con el ceño fruncido, golpeaba con sus
dedos el teclado del ordenador sin mirarnos. Un enfermero le pidió ayuda y ella
le derivó a otro médico, argumentando que era su tiempo de descanso y aun así
estaba atendiendo a pacientes debido al retraso en la consulta. Ese comentario
me hizo sentir empatía y recordé una frase del Dalai Lama que invita a sonreír
"nadie tiene tanta necesidad de una sonrisa, como aquel que no sabe sonreír a
los demás”. Cuando la doctora me extendió el informe le brindé una
sonrisa y me sorprendió ver cómo se transformó su cara al sonreírme ella
también. Mi sonrisa hizo que cambiara su actitud. Pregunté dónde debía ir para
el vendaje y con amabilidad me acompañó hasta la puerta de la sala. Desde
entonces no subestimo el valor de un pequeño gesto amable.
Ser amable y generoso nos hace
felices pues percibimos a los demás más positivamente, fomentando la sensación
de interdependencia y colaboración, disminuye el malestar ante el sufrimiento
ajeno, aumentando la confianza, el optimismo y la sensación de sentirse útil.
Puede desencadenar una cascada de consecuencias sociales positivas: hace que
caigas bien, que te aprecien y te muestren gratitud, satisfaciéndose las
necesidades de comunicación y amistad.
La amabilidad es beneficiosa para
el que la recibe y para el que la practica, aunque para aumentar la felicidad
hay que ser más amable que habitualmente. La investigadora Sonja Lyubomirsky
propone elegir un día a la semana para hacer un gran acto amable nuevo y
especial, o de tres a cinco pequeños.
En la variedad está el gusto, no vale
repetir siempre lo mismo: regala tiempo, sorprende y entrena la compasión.
Quizás inicies una cadena con tu amabilidad; quien la reciba puede sentir
alegría y devolver el favor a otras personas. Empieza siendo más amable contigo
mismo.
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