La semana pasada entregué los beneficios del libro “Todos los días eran buenos” a FUNDELA, una fundación que investiga la Esclerosis Lateral Amiotrófica, enfermedad que desgraciadamente se llevó a mi padre. No quería ganar dinero por publicar un libro sobre la vida de mi madre y acordamos donar lo que recaudáramos a una buena causa. Encargué un cheque en un tamaño grande con el importe donado y fui a hacerme una foto con la presidenta de la organización.
Aproveché que estaba en Madrid para hacer otras gestiones y mis pasos me llevaron delante del hotel en el que mis padres celebraron su luna de miel, en la misma calle a la que me dirigía. Mientras esperaba a que me atendieran, con el teléfono envié la foto y un mensaje de agradecimiento a las personas que habían comprado el libro. Al salir caminé por la calle General Oraá, donde residió mi madre por primera vez en la capital. Decidí pararme a tomar un café. La mujer que iba delante pidió un suizo. ¿Cuántos años hacía que no me comía uno? Recuerdo que en mi infancia era uno de los pocos dulces que teníamos posibilidad comprar porque eran los más baratos. Pedí un suizo y aquel sabor me transportó a los tiempos en los que miraba el escaparate de la pastelería de camino al colegio con la nariz pegada al cristal. Enseguida me sacó del ensueño el teléfono, sonando con decenas de mensajes que me felicitaban. Al rato la emoción emborronó mis ojos.
Caminando hacia la estación de cercanías tropecé con el Museo de Ciencias Naturales. Compré una entrada y volví a sentir la fascinación infantil por los animales. Me reí con las respuestas de los niños a las preguntas de los educadores del museo. Recuerdo vagamente haber estado con mis padres de niño en ese lugar encantador. Experimenté un sentimiento de conexión con mis antepasados. Ellos perduran en mí. Soy quien soy gracias a ellos. Guardo del olvido su memoria.
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