Hace unos años charlé con él algunas tardes de verano. Era
un chaval agradable, que mostraba todavía poca seguridad en sí mismo. No sé si
aquellas conversaciones le ayudaron. Luego perdimos el contacto, aunque sabía
de él por su madre.
Recientemente, me invitó a la presentación de su proyecto de
fin de carrera. Se había convertido en un hombre seguro y apuesto. Durante
veinte minutos, casi sin pararse a respirar, detalló los entresijos de un
proyecto de ingeniería con tecnología láser que dejó epatados al público
asistente y al tribunal. Aunque no entendiera casi nada de lo que decía, por la
complejidad del proyecto y la jerga técnica que empleaba, sus gestos y
expresión corporal reflejaban mucha confianza en sí mismo. Sus respuestas
dejaron convencido al tribunal. Cuando cogió la tiza y empezó a trazar esquemas
para explicar sus ideas, vi a un futuro profesor. Un gran aplauso inundó la
sala cuando acabaron las preguntas.
Salimos fuera a esperar la deliberación del tribunal. Apenas
pude darle un abrazo, entre el remolino de personas que se acercó a
felicitarle. Pregunté a su madre si se sentía feliz. Me dijo que estaba muy
contenta aunque, como siempre había confiado en que su hijo terminara la
carrera, a lo mejor eso hacía que su alegría no fuera tan grande. Le hablé de
una emoción positiva, que los judíos llaman naches, que provoca una felicidad
intensa al ver que los hijos consiguen algo relevante.
Pasamos de nuevo a la sala y el profesor leyó las
calificaciones de otros alumnos, que fueron muy buenas. Cuando llegó el turno
de Andrei, el profesor le concedió la máxima nota posible; un diez y le propondrían
para mención de honor. Escuché a Feli decir: ahora sí. Cuando se acercó su hijo
a abrazarla, las lágrimas desbordaron sus ojos… y los míos.
Después fuimos a celebrarlo. Un brillo de orgullo destellaba
en sus miradas. Seguramente aquella noche, madre e hijo, pudieron dormir
satisfechos por un trabajo bien hecho.
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