El bienestar es un asunto complejo, con muchos matices. En
una reciente conferencia, Dan Gilbert, uno de los mayores expertos mundiales del
estudio científico de la felicidad, presentó datos concluyentes; los hijos
suponen un costo para la felicidad de sus progenitores en la mayoría de los
países. En España estamos en un término medio, ni nos quita ni nos aporta
demasiada felicidad. Gilbert afirma que “los
niños son como la heroína”, proporcionan placer pero eliminan otras fuentes
de felicidad, como el sexo o salir con los amigos, convirtiéndose en la única
fuente de satisfacción.
Algunas emociones muy intensas son privilegio casi exclusivo
de padres y madres. Recuerdo que en un curso de psicología positiva nos
preguntaron: ¿Cuál fue el momento más feliz de tu vida? Comentándolo con las
personas que tenía a mi lado, todos coincidimos en que el mejor momento de
nuestras vidas fue ver nacer a nuestros hijos. Es un momento cumbre, en el que
la felicidad es máxima. Ese chute de bienestar permite crear un vínculo
especial con los niños, que ayuda a sobrellevar el esfuerzo de la crianza.
El término “naches”, de origen judío, pone nombre a la
emoción de orgullo que sentimos al ver a los hijos hacer algo relevante. Cada
felicitación de un profesor, cada actuación de fin de curso, cada graduación,
cada medalla ganada, han provocado en mí una satisfacción intensa. Además, la
paternidad puede aportar un sentido vital, una de las necesidades psicológicas
básicas.
Por otro lado, hay momentos verdaderamente difíciles. La privación
de sueño que se sufre durante los meses posteriores al nacimiento es agotadora.
En la lista de sucesos vitales estresantes de Holmes y Rahe, el embarazo y
la incorporación de un nuevo miembro a la familia se sitúan en los puestos 14 y
16, respectivamente.
Hace poco fuimos a recibir a mi hija pequeña al
aeropuerto. La alegría de los familiares cuando aparecían sus descendientes era
contagiosa. El abrazo del rencuentro, tras unas semanas lejos, fue muy
emocionante.
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