Cuando mis hijas eran pequeñas, un día jugué al escondite con ellas y me oculté dentro de una bañera. El juego provocó en mí muchas risas y excitación. Afloraron emociones intensas que había olvidado al hacerme mayor. Los niños juegan cuando no les imponemos otra ocupación. De manera natural disfrutan mientras aprenden a conocer el mundo.
Cuando nos hacemos adultos la vida puede convertirse en una sucesión interminable de obligaciones y tareas por terminar que nos proporcionan pocas satisfacciones. No es extraño que entre los 20 y los 50 suela estar la etapa menos feliz de la vida.
El disfrute se define como "el comportamiento capaz de generar, intensificar y prolongar el placer". En mi familia llamábamos hacer "soñitos" a saborear poco a poco un postre, tomando cucharadas pequeñas, para que durara más el placer.
Practicar habitualmente el disfrute aumenta la felicidad y disminuye las posibilidades de padecer una depresión. Puedes pararte a disfrutar las actividades que haces habitualmente a toda prisa: tomarte tu tiempo para disfrutar de una ducha, para paladear un delicioso desayuno o detenerte a oler una flor en tu camino al trabajo. Te propongo que tengas por lo menos dos experiencias placenteras diarias, prestando atención para que el placer sea lo más intenso y duradero posible.
Otra opción es que de vez en cuando crees un día genial, en el que enlaces numerosas actividades positivas disfrutadas en un mismo día. Puedes empezar por imaginar cómo sería un día perfecto para ti y para un familiar o amigo. Planifica actividades que estén a tu alcance y no es necesario que sean costosas. Decide cuándo vas a llevar a cabo tu día positivo e invita a tu acompañante. Cuando llegue el día disfruta al máximo y por la noche reflexiona sobre qué cosas han hecho que lo pases bien. Como dijera Benjamín Franklin, "la felicidad no se logra con grandes golpes de suerte, que pueden ocurrir pocas veces, sino con pequeñas cosas que ocurren todos los días".
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