Hay tardes de invierno que presagian la primavera. La ciudad
se despereza del frío invernal, saliendo a la calle deseosa de sentir en la
piel la calidez del sol.
El sábado paseé sin rumbo fijo por Madrid, con ojos de
turista, como si fuera la primera vez que la visitara. El sol estaba cayendo,
dorando todo a su paso.
A la salida del metro, me sorprendió un grupo de jóvenes con
crestas de colores que, en contraste con su aspecto duro, bromeaban y reían,
amables como la tarde. En una fuente de plaza de España, medio en penumbra, la
luz perpendicular resaltaba los contornos de las esculturas. Bajé hacia el
parque del Oeste y miles de personas parece que tuvieron la misma idea. Pasé de
largo el templo de Debod, el lugar preferido para los autorretratos. Llegué
hasta una barandilla en la que un músico tocaba la trompeta. Desde lo alto, me
detuve un rato a contemplar el atardecer sobre el río, mientras vibraban a mi
lado las notas de jazz. A mi izquierda, una hermosa vista de la catedral. Como
diría una amiga mía, tuve un ataque de felicidad. Eché una moneda en el estuche
y seguí paseando, saboreando cada paso que daba.
Más adelante, unos jóvenes saltaban dando volteretas sobre
una estrecha cinta, que hacía las veces de cama elástica. Al regresar, descendí
por unas escaleras, al lado de unos extraños pinos que crecían horizontalmente.
El saboreo consiste en disfrutar de las cosas simples de la
vida, prestando atención al placer que nos proporcionan. Puede favorecer el
saboreo:
- Compartir con otras personas el momento, contándoles la experiencia.
- Hacer una foto mental, para guardar el recuerdo en la memoria.
- Centrarse en percibir el estímulo placentero y desatender los demás.
- Sentir, en vez de pensar.
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