Una mujer me contó algo admirable. Se encontró con un amigo
suyo y se interesó por cómo estaba, pues su pareja padece Alzheimer.
Sujetándole fuerte el brazo, para hacer más indudable su afirmación, le contestó:
“De verdad que estoy bien. Estoy acompañando en su deterioro a la mujer que yo
quiero”. Escapó mi asombro con una exclamación. Me pareció extraordinaria esa
serenidad para aceptar lo que le toca hacer en este momento, sin lamentarse por
ello.
Las experiencias traumáticas pueden ayudarnos a valorar
mejor la vida, a apreciar lo verdaderamente importante, a percibir el apoyo altruista
que brindan los amigos para recuperarnos, aliviar las pérdidas y volver a
florecer. Hablar sobre esas vivencias me ha resultado liberador. Son momentos
“buenos-malos”, una mezcla de emociones dolorosas y positivas. Esos instantes me
han servido para replantearme cómo estoy viviendo y lo que quiero llegar a ser.
Algunas circunstancias irremediables, como la pérdida de mi padre, me han
enseñado lecciones valiosas:
Todas las lágrimas
terminan aflorando. No lloré cuando murió mi padre. Tiempo después, tuve
una llantina en otro entierro, sin conocer al difunto. Aquellas lágrimas
lloradas a destiempo eran para mi padre.
“No dejes nada por
decir” es un consejo que les doy a mis amigos. No pude expresar a mi padre
todo lo que me gustaría haberle dicho. Nuestros mayores no están para siempre.
Cuéntales lo que necesites explicar y deja que te cuenten.
Los verdaderos amigos
están “a las duras y a las maduras”. Un simple abrazo puede hacer mucho
bien. Me reconfortó entonces el abrazo de un amigo. Ya no subestimo la
importancia de estar presente, en los momentos difíciles, con las personas que
quiero.
Aprovecharé todas las
ocasiones para celebrar los éxitos con mi familia. La vida no tiene un
“control Z”, como mi procesador de texto, que me permita volver atrás para
disfrutar juntos.
“Recibimos y perdemos”, como dijera André Dubus, para
"abrazar con todo corazón lo que quede de la vida después de las
pérdidas”.
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