Mi estreno con la Coral Polifónica de Getafe no pudo ser mejor. Entré en junio. Durante el verano fui aprendiendo el repertorio y a finales de septiembre viajamos a Roma. Fue un privilegio poder cantar con otros cientos de voces en el patio de los Museos Vaticanos, admirar la Capilla Sixtina, la Basílica de San Pedro y apreciar toda la belleza que ofrece la ciudad eterna.
También viví momentos
estresantes. Al regresar en el metro de un concierto, a un compañero de la
coral le intentaron robar. Hubo gritos y otros pasajeros echaron al ladrón. Para
rebajar la tensión, una soprano tuvo la feliz idea de pedirnos que cantáramos a
capela la canción góspel “Hear Us O Lord”. Me agradaron los aplausos que nos
dio al final un vagón lleno de pasajeros sorprendidos. Al salir estábamos de
nuevo contentos. En la plaza había un concierto y espontáneamente nos pusimos a
bailar. Acabamos casi eufóricos. La música produjo en nosotros un cambio de
estado emocional.
Las emociones desagradables
provocadas por sucesos negativos, son generalmente más intensas y tienen una
mayor duración, que las emociones agradables causadas por acontecimientos
positivos. Por eso algunos autores hablan de que, para crecer como persona, es
necesario sentir un porcentaje mayor de emociones positivas. Compensando así el
sufrimiento ocasionado por las emociones difíciles, que nos ayudan a sobrevivir
pero, en exceso, pueden amargarnos la vida.
A veces me despierto de la siesta
con un sopor espeso y cierta angustia. Una ducha fresca hace que mi cuerpo
recupere la energía y permite que mi estado de ánimo vuelva a ser positivo. Un
amigo dice que la meditación también produce ese efecto ducha: disuelve las
preocupaciones que se desprenden, como el agua se lleva el jabón por el
sumidero. El ejercicio físico es otro medio para elevar el estado de ánimo.
También hablar con alguien que te comprenda o incluso cambiar de postura. Con
la cabeza erguida y los hombros lejos de las orejas es imposible sentirse mal.
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