Recientemente, me sorprendió la respuesta de un candidato a las próximas elecciones generales. Le preguntaron: “¿ha ganado usted el debate?” y contestó: “humildemente, sí”. Me pareció una respuesta contradictoria. En nuestra cultura, ir de sobrado no está muy bien visto. Por ello, la emoción de orgullo no se expresa demasiado. En un estudio se comprobó que muchos niños españoles entre seis y siete años no entienden el significado de orgullo, mientras que los holandeses con esas edades no comprenden la palabra vergüenza.
El orgullo es una emoción
autoconsciente que implica una valoración positiva de uno mismo, al evaluar una
acción propia como un éxito. La expresión universal del orgullo es: cabeza
atrás, pecho erguido y manos en las caderas o elevadas en el aire, como los
atletas al ganar una carrera.
El orgullo es una emoción
positiva que también puede tener, socialmente, connotaciones negativas. En una
conferencia, Gonzalo Hervás afirmaba que es beneficioso sentir orgullo
internamente, aunque es mejor no exteriorizarlo demasiado, poniendo “cara de póquer”.
La humildad es más valorada en
todas las culturas. Es una de las veinticuatro fortalezas personales, estudiadas por
Seligman y Peterson, derivadas de las seis virtudes consideradas universales.
Las personas humildes no se creen
más especiales que otros y no buscan ser el centro de atención. Dejan que sus
hechos hablen por ellos. No necesitan alardear de sus aspiraciones, victorias o
derrotas.
- Tus éxitos y fortalezas hablan por sí solos. Son visibles para los demás y es preferible no presumir en exceso.
- Si cometes errores, puedes admitirlos y aceptarlos. Siempre es posible pedir perdón, si fuera necesario.
- Puedes dejar que otros brillen en las reuniones con amigos, familia o compañeros.
Nietzsche pidió: “que mi orgullo vaya del brazo con mi
cordura”. Decía Ernesto Sábato que “para
ser humilde se necesita grandeza”. Quizás, como indicó Henry F. Amiel, “la verdadera humildad consiste en estar
satisfecho”. Cuando estoy bien, no necesito mucho más.
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